lunes, 10 de octubre de 2011

DIRECCIONES

Zelman Lew quería ser rabino.
    A los ocho años comenzó sus estudios. Todo se desarrollaba normalmente hasta que en 1914 se declara la Primera Guerra Mundial y Polonia, como siempre, quedó en el centro del conflicto.
    Sin que él lo supiera, su deseo quedó postergado para siempre.
    Las cosas se pusieron duras. Lo más importante pasó a ser encontrar comida para la familia. Como era el hermano mayor debió asumir esa responsabilidad.
    La Primera Gran Guerra fue también llamada “Guerra de trincheras”. Las había por doquier. Los soldados cavaban fosas para protegerse del enemigo con el que tenían que luchar cuerpo a cuerpo. Cuando las batallas terminaban, mi abuelo iba a recolectar papas que, como todo tubérculo enterrado, quedaban al descubierto, lo cual hacía más fácil su recolección. Por supuesto las bajas seguían allí. El tenía que correr los cuerpos para encontrar el preciado tesoro. Cuando llegaba a casa con la carga, su madre hervía las papas y la pulpa siempre le tocaba a los más pequeños. A él, solo las cáscaras. Mi abuelo le adjudicaba a este hecho su baja estatura, cosa de la cual nunca estuve muy convencida porque, por lo que sé, es allí donde están todas las vitaminas y él era un hombre con una fuerza notable, tanto que podía doblar una herradura con sólo sus bíceps.
    Al finalizar la guerra tenía quince años. Los tiempos siguieron difíciles y ya no pudo seguir con su vocación, tuvo que conseguir un empleo para ayudar a su padre a mantener a los suyos.
    También llegó el amor, su prima hermana, Doba.
    A medida que pasaban los años algunos amigos comenzaron a emigrar a América.
    Las oportunidades de prosperar económicamente en su pueblo eran muy pocas, lo que lo impulsó a dejar su familia y novia, y a probar suerte en el Nuevo Mundo, más precisamente a Argentina, donde ya estaban algunos de sus paisanos, incluido el hermano de Doba.
    Hacia aquí partió con una libreta en la figuraban varias direcciones de conocidos que ya se habían instalado en nuestro país.
    Zelman llegó en 1927. Su idea era quedarse en Buenos Aires y cuando se estableciera traer a su amada.
Meses antes de su partida de Polonia envió varias cartas a sus amigos anunciándoles su arribo. Venía con poco dinero y no hablaba castellano.
    Esperó en el puerto por una semana sin que nadie viniera a buscarlo. Tal vez no llegaron las cartas o bien no quisieron hacer el esfuerzo. La verdad es que no lo sé. Tampoco dónde se hospedó durante ese tiempo. El punto es que decidió emprender viaje hacia la provincia de San Juan, lo cual le llevó dos meses de viaje en carreta.
    Nunca entendí los motivos de esa decisión. Especulé con varias opciones bastante más fáciles. Siempre me pregunté, si fue por escasez de dinero. ¿No podría haberle pedido prestado a sus compañeros de viaje para llegar a alguna de las direcciones de su libreta?
    Si era un problema de comunicación, con solo haber mostrado su agenda, alguien le habría indicado como llegar.
    Me resigné a no saberlo nunca, mi abuelo ya no está.
    Pero después de mucho tiempo la respuesta a mis interrogantes se reveló ante mi sorpresivamente cuando escaneé todas las hojas de su libreta con el fin de subirlas a éste blog.
    En la primera, apareció un nombre, “ Samuel Olijovsky” y una dirección en Villa Independencia, Provincia de San Juan. Era su primo hermano y futuro cuñado.
    Mi abuelo decidió ir donde estaba su familia.





























sábado, 26 de marzo de 2011

PASAPORTE COMUNITARIO


Como dos años antes me veía venir la debacle del 2001, decidí gestionar la ciudadanía europea.  Es decir, el camino inverso que hicieron mis antepasados.
    En aquel momento, Polonia no formaba parte de la Comunidad pero pronto lo sería.  Pedí a mi padre que reuniera todos los papeles de sus padres y dos semanas después me daba todo lo encontrado: libreta de matrimonio en Argentina, libreta electoral para extranjeros ley 232 del año 1927,una tarjeta de embarque de “THE ROYAL MAIL LINE” a nombre de mi abuelo, una agenda con direcciones de paisanos conocidos que ya habían emigrado a este país y una serie de papeles oficiales con el sello polaco. También había papeles de mi abuela, algunos en castellano, como el certificado de sanidad.  Supongo que  serían los requeridos por la Argentina.





  




    Apenas los vi quedé impresionada.  Estaban intactos y exudaban historia.  La mansión de la Avenida del Libertador donde funciona la Embajada contradecía la imagen que yo tenía de una nación emergente.  Dos o tres personas esperaban en la vereda lo mismo que yo: instrucciones para el trámite.  Al rato, un empleado nos pasó por entre las rejas un instructivo junto a una lista de gestores y traductores oficiales aceptados por la embajada, porque la documentación que se presentase debía estar en polaco.
    En casa leí los papeles. Allí estaba muy claro a quien considerarían digno de la ciudadanía, como para que nadie les hiciera perder el tiempo.
De la lista, elegí la traductora que me quedaba más cerca, y fijamos una cita.  Ella miró mis papeles con detenimiento y dijo que, como el pasaporte de mi abuelo ni la partida de nacimiento se encontraban entre ellos, debía recurrir a la Casa Polaca, calle Jorge Luis Borges 2076, Palermo, donde eran expertos en localizaciones.
    Allí me atendió un señor amable, el encargado de ellas.  Trepando por una escalera caracol arribamos a una fascinante bibliotecas de enciclopedias, atlas, y fotos antiguas.  Muchas fotos antiguas.
    Miró todos mis papeles.  Por un momento casi mágico quedó detenido en el menos importante: una foto de mi abuelo en uniforme.
    Sacó un mapa tras otro y al cabo de una hora de silencio me dio la información que necesitaba.  Zelman Lew, había nacido en Wysokie Litewskie, distrito de Brzesc, en 1903 y ya no formaba parte de Polonia sino de la república independiente de Belarús, a apenas diez kilómetros de la frontera.  
    Esto cambiaba las cosas.  La ciudadanía comunitaria se me escapaba de las manos.  Sin embargo, Polonia reconocía como nacionales a todos los que hubieran nacido dentro de los límites existentes hasta la segunda guerra.  Ahora tenía que pedir la dichosa partida de nacimiento en la Embajada de Belarús.  Le pregunté si le debía algo.  La información era gratuita, le pagaban para eso, pero le gustaría quedarse con la foto de mi abuelo para su colección.  Le prometí una fotocopia que nunca le alcancé. 
    A diez cuadras del Barrio Chino se encuentra la embajada de Belarús.  Una casa linda, pero modesta, la contracara de la polaca.  Me atendió una mujerota de rasgos eslavos, hablaba en un castellano enrevesado, me hizo esperar una hora en lo que sería el “living”, mientras veía pasar al personal de la embajada, no más de tres o cuatro despreocupados, menos parecidos a diplomáticos y mas a vagos acomodados .  
    Al fin alguien me anunció que, previo depósito de noventa pesos convertibles en dólares en un determinado banco y contra la presentación del respectivo comprobante, ellos se encargarían de gestionar en Belarús la documentación.  Y así lo hice. 


    Me pidieron tres meses de plazo.  Los tres meses se hicieron seis.  Cada vez que llamaba recibía la misma respuesta:  no había llegado nada.  Hasta que, por fin, me informan que tenían los papeles.
    Muy contenta fui a retirarlos.  Me atiende el mismo empleado que me entrega un papelucho dirigido a la Embajada Polaca donde dice que con referencia al certificado de nacimiento del Sr. LEW, Zelman, nacido el 15 de enero de 1903, hijo de LEW Berach y ROZENBAUMM Szena el “ARCHIVO NACIONAL HISTORICO DE BELARUS” no dispone de documentos que certifiquen su nacimiento.


 Lo miré sin poder creerlo.  Cómo habrá sido mi cara que tuvo que disculparse.  Después de “guera” no quedó nada, dijo.  Me controlé para no insultarlo.  Salí de ahí sin decir palabra.
    El golpe de gracia me lo dio la gestora cuando le mostré el resultado del trámite.  Sin partida de nacimiento no había ciudadanía.
    Quedé devastada, me di por vencida y decidí archivar todo prolijamente en una carpeta.  Pero todo esto me dejó algo.  El profundo interés en conocer y reconstruir la historia de los Lew.


sábado, 25 de septiembre de 2010

CUMPLEAÑOS

Los hermanos de Regina la ayudaron en el difícil momento.  Una de las hermanas fue la encargada de darle la noticia a los niños.  Los más grandes, David y Sara, enseguida se dieron cuenta de lo que eso significaba, tenían 15 y 14 años respectivamente.  Los más chicos, en cambio, no sabían qué era la muerte, en especial la Chiquita, que tenía 7 años.  Al enterarse, los tres más chicos saltaron sobre la cama y comenzaron a gritar y a reír diciendo a coro ¡Papá está muerto!  ¡Papá está muerto!
    Se dieron cuenta al pasar de los días.  Cuando no llegaban ni él, ni las palmeritas.
    Regina seguía recibiendo la ayuda de sus hermanos.  Le pasaban algo de dinero para poder pagar el alquiler, pero hacía falta más.  Como mi abuela no trabajaba, los chicos tuvieron que salir a buscar el sustento.  Hacían lo que podían.  Vendían ballenitas en las esquinas (para los que se preguntan qué eran, les cuento que en la parte posterior del cuello de las camisas había dos guías cosidas donde se insertaban unas varitas de plástico color blanco que hacían que ellos se mantuvieran derechos, eso eran las ballenitas, detalle elegante).      
    También en los días de lluvia se acercaban a las verdulerías con la esperanza de que, en el apuro del verdulero por protegerlas bajo techo, se le cayeran algunas frutas y verduras que ellos juntarían en una bolsa y llevarían a casa.  Sospecho que, a veces, esperaban que se descuidara para tomar algo de los cajones.  No hacía falta esperar los días de lluvia.
    Mi madre me cuenta que también iban todos los hermanos a las vías del tren, donde crecía algo que ellos llamaban “huevitos de gallo”, los frutos blancos de unas rastreras, que tenían como una cremita dulce en el interior.  Eso les mataba el hambre.    
    También comenzó el peregrinaje de mi abuela y sus hijos de pensión en pensión.  Al parecer los chicos eran bastante revoltosos y los encargados y los vecinos no los aguantaban.  Cuando llegaban a una nueva, y veían a los cinco pequeños, el locador le decía a mi abuela que no había pieza disponible. 
    Regina decidió poner en marcha una estrategia.
    Llegaría a la nueva pensión con solo dos de ellos, y cuando le preguntaran cuántos iban a ser, ella respondía: dos chicos y tres plantitas. 
    Como parecía no presentar problemas le alquilaban la pieza.  Una vez instalada, las tres plantitas que estaba esperando en la esquina, iban entrando de a una en vez.  Para cuando el casero se daba cuenta, ya era demasiado tarde.  Les daba pena dejarlos en la calle. 
    Los hermanos Bucovsky llamaban la atención porque eran todos rubios, de ojos claros, y vestidos con harapos; la más chiquita con chiripá y camiseta en pleno invierno.
    Un día, un señor bien vestido, se les acercó.  Los niños desconfiaron de él, como es lógico, pero los tranquilizó y les preguntó con quién vivían.  A lo que ellos respondieron: con mamá.  Les pidió que lo llevaran con ella.  Al llegar a la pensión, se presentó ante Regina como el doctor Luis Cabrieli (no se sabe si el apellido era con doble l), y la interrogó sobre sus documentos de identidad. 
    Mi abuela no tenía nada, ni sus papeles de entrada la país, ni los de mi abuelo Julio, ni las partidas de nacimiento de los chicos.  Con mucha paciencia, el señor empezó por el principio: ¿cómo se llamaba el barco en el que llegó a la Argentina?  Mi abuela contestó: en uno que tenía dos chimeneas.  El abogado perdió un poco la paciencia y le dijo: señora, todos los barcos tiene dos chimeneas.  Al ver que no iba a sacar nada en limpio por ese lado, comenzó a preguntar sobre los chicos.     
    David y Sara habían nacido en hospitales, por lo que no tendría muchos problemas este buen samaritano en gestionar las correspondientes partidas de nacimiento.  La cosa se complicó con los tres menores.  Habían nacido en diferentes pensiones, por lo que no existía registro alguno.
    Cuando el doctor Cabrieli preguntó sobre las fechas de nacimiento, mi abuela contestó que no sabía ni siquiera el año.  El pobre hombre, aunque indignado, siguió indagando.
    Las contestaciones de Regina eran vagas.  Que Samuel nació dos años después de Sara en un día de mucho frío.  Que Armando nació un años después, un día de calor, más o menos cuando empezaba el verano.  Y la Chiquita lo hizo un día después de una fiesta religiosa católica en verano.
    El señor se retiró diciendo que haría todo lo posible para gestionar los documentos con los pocos datos que tenía y que volvería en un tiempo.
    Así fue.  Volvió con todos los papeles.  Algunos con los datos fidedignos, supongo que los de mi abuela y los dos hermanos más grandes, y otros legales, pero con fechas de nacimiento aproximadas, dada la escasa información de que disponía.
    Por eso por mi mamá, La Chiquita, cumple años el 26 de diciembre.
    Nunca más vieron al doctor Cabrieli.

domingo, 29 de agosto de 2010

LOS BUCOVSKY


(Regina y familia en Polonia. Es la última de la derecha, apoyada sobre la mesa.)


Regina Rosemberg y Julio Bucovsky eran polacos.
Llegaron a Argentina del mismo modo que llegaban todos los inmigrantes, los barcos.
Ellos lo hicieron por separado. No se conocían.
Algunos de los once hermanos de Regina ya estaban en el país.  Habían arribado de uno en uno, como se hacia en aquellos tiempos.  Venía uno primero, se instalaba, juntaba el dinero para traer a otro pariente y así sucesivamente.  No se sabe en que orden llego Regina, solo que fueron diez los Rosemberg que llegaron a este país. Una decidió quedarse en Polonia.
Siempre creí que habían venido todos a la Argentina, pero mi madre hace poco me contó que, pasado algunos años, se enteró que a esta última hermana la asesinaron junto a su hijo, los alemanes durante la invasión a Polonia.
Trabajaban en una granja y cuando vieron llegar los uniformes grises se escondieron detrás de una vaca, con la esperanza de no ser descubiertos. No resulto un buen escondite.
Julio, en cambio, vino solo. No hay mucho registro de él ni de su familia. Siempre decía que tenía un  hermano, que había emigrado de Polonia a Estados Unidos, pero nunca se supo su nombre, o al menos nadie lo recuerda.
Regina se instaló con uno de sus hermanos . Julio, por su parte, alquiló una pieza en un conventillo.
Era maestro panadero y consiguió trabajo en "La Sonámbula", panadería que subsiste actualmente en la misma dirección, Corrientes entre Riobamba y Callao.
Las vidas de Regina y Julio se juntaron cuando una "casamentera" los presentó. A ésta le pareció que la relación podía prosperar. Regina no hablaba castellano, no trabajaba, y necesitaba a alguien que la mantuviera.  Julio estaba solo y tenía un buen trabajo.
Se casaron.  Y fueron a vivir a una casa alquilada.
Tuvieron cinco hijos.  Por órden de aparición: David, Sara, Samuel, Armando y Aída. Con el tiempo cada uno tendría su sobrenombre.  David era "cabeza de fósforo" por lo flaco y su cara siempre colorada.  A Sara le decían "Velerina", porque siempre andaba con los mocos colgando de la nariz.  Samuel era "el gallego", alias que quedó porque cuando comenzó a hablar tenía esa pronunciación característica.  A Armando le decían "El Iatz", palabra en yiddish que quiere decir "tonto".  Aída, por supuesto, era "La chiquita".
Vivían relativamente bien a pesar de las duras condiciones de la época. Mi abuelo Julio proveía lo necesario para vivir, y mi abuela era ama de casa -bah- es un manera de decir, porque de lo que menos se ocupaba era de su casa e hijos.
Julio, como todo panadero, trabajaba de noche y dormía de día. Según cuenta mi madre, el mejor momento era cuando mi abuelo llegaba con un paquete gigante lleno de panes y, sobre todo, de palmeras de hojaldre, hechas con manteca, bañadas con almíbar y espolvoreadas con abundante coco rallado.  Eran una delicia.
Para ellos estaba todo bien, pero para él, no. Trabajaba toda la noche y al llegar a casa no lo esperaba nada, ni comida, ni ropa limpia, ni paz.  Los niños, como es lógico, jugaban a su alrededor y no lo dejaban dormir. Por otra parte, mi abuela siempre estaba con los vecinos, especialmente con los españoles, que eran los que mejor le caían, no sé por qué.  Descuidaba a los hijos, a la casa y a su esposo.
Durante una noche de trabajo mi abuelo tuvo un accidente levantando las bolsas de harina de 30 kilos. Al cargar una, hizo un mal movimiento y su espalda se resintió. No sé si vio a un médico.  Lo que si sé es que nunca más se pudo parar derecho. Igual siguió haciendo su trabajo, y parece que lo hacía tan bien que le ofrecieron ser socio de la panadería, a lo cual, insólitamente rehusó.
Julio no era feliz con su vida, nadie es del todo feliz, pero no tenía ningún motivo para serlo. Vaya a saber qué dolores cargaría por su desarraigo que, como las bolsas de harina, lo torcieron para siempre.
Un día enfermó.  Nadie sabe de qué y fue a parar al hospital.  Nunca salió de allí y al poco tiempo murió. Tenía cuarenta y pico de años.
Como dije antes, no hay mucho más para contar de él.  Ni si quiera una foto.
La viuda y los cinco huérfanos quedaron solos y comenzó otra vida para ellos.
Una más dura que la anterior.